
Creo (sé) que escapar de todo no es una solución. Pero si un alivio. Hasta cierto punto claro. Porque no te puedes pasar la vida entera huyendo, caminando a ciegas y sin rumbo, escapando continuamente de todo aquello que un día decidiste dejar en el aire.
Porque a la larga, eso tan sólo te trae problemas. Que se van juntando y sucediéndose a su vez con determinadas complicaciones las cuales pueden llevarte a la perdición.
Yo, por mi parte, creo que ya no huyo, pero si que cierro los ojos, doy la espalda y me quedo quieta, como esperando el momento en el que todo estalle a mi alrededor y me quede sola, en medio de nada, sin nada. Con nada.
También creo que la mayoría de nosotros tenemos un problema gordísimo de estupidez y de egoísmo, de esto último sobre todo.
Porque para empezar, casi nunca pensamos en lo ajeno. Por muy cerca que esté, nos da igual. Somos nosotros contra el mundo y no importa lo que nos llevemos por delante porque estamos ciegos y sordos, y como dije antes, estúpidos.
Tanto que no sabemos ver, oír, apreciar, entender, esas pequeñas señales, esas casualidades, coincidencias, gestos, movimientos, que nos avisan, que preveen que el desastre está apunto de sucederse.
Aunque sinceramente, en estos momentos la palabra desastre le queda grande al tipo de circunstancias de las que estoy hablando, y no me parece nada adecuada.
No me parece nada adecuada y ni siquiera justa. Por respeto, sólo por eso, deberíamos moderarnos. En todo.
Y pararnos a pensar. Que bien nos hace falta.
Que quién juega con fuego, con fuego se quema.