martes, 5 de enero de 2010

¿Por qué no regresas?


Lyla escribía sobre Lyla mientras odiaba al mundo, se odiaba a ella misma y odiaba a los que odiaban. Por tanto se odiaba doblemente.
Tenía esa sensación de no querer hacer, decir, pensar, escribir, nada. Quería la nada. Esperar, oír, ver, callar.
Pero tampoco. Quizá esperar le vendría bien, pero siempre había sido algo impaciente. Mas bien muy mucho. Oír.. oír, ¿que? ¿Qué es lo que venía bien escuchar? ¿Y ver..? Ver no es mucho mejor que oír cuando no hay nada bueno que enseñar.

Y callar. En fin. Eso era una tarea verdaderamente difícil. Al hablar se integraba, se sentía un poco menos al margen. Un poco menos absurda. Aunque seguía siéndolo.
Así que callar se le daba realmente mal. Desde que era pequeña, pequeñita parloteaba como un loro, haciendo reír, llorar, desesperar. Sólo callaba cuando pensaba en cosas serias, y aún así, bueno, costaba.
Pensar en voz alta. Y mil escalofríos. Escuchaba su voz, hablándose a sí misma. Hablando con nadie y con alguien. Una voz robótica que le hablaba desde las profundidades de la caverna de la absurdez. De la locura quizá.

Lyla.. aluna vez lloró. Yo la ví. Y la quise abrazar. Quitarle el frío y secarle las lágrimas. Tocarle el violín, cantarle, dedicarle una canción de piano. Borrarle la tristeza y sonreirle. Llamarla. Lyla, vamos. Regalarle el sol, la luna.
Pero no podía. Lyla no quería, Lyla estaba en otro lugar. Perdida lejos de nosotros, de aquí.
Sólo quedaba un rostro que quizá, en otra época, fue la cosa más dulce del mundo.

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