viernes, 3 de junio de 2011

Quinientos latidos por minuto.


No ha llegado aún y ya echo de menos la S. Negra y obligarte a subir a esas atracciones montadas en dos días. Compartir mojitos enormes con muchísima lima y algodón de azúcar. Coger un empacho enorme de guarrerías y pasear demasiado lejos porque lo ideal sería habernos fundido.
Volver hasta el coche y bajar el volumen de la música para poder hablar o por el contrario subirlo mucho y deleitarte con mi voz de niña pequeña berreando Dorian, Oasis, Pereza, Quique o alguna canción de hace mucho que suene en la radio. Llegar a casa cansadísimos y dejar mi bolso por el suelo, revolver la habitación y tú siempre detrás ordenándolo todo. Todo en orden fuera del corazón, todo en desorden dentro.
Más patas arriba que nunca y con más escarcha de la que uno se puede imaginar.
Me estoy alejando cada vez más. Y ahora estoy en el tren. Y te escribo a pesar de que sé que sólo quedará para mí, para mi recuerdo. Y me sigo alejando, me voy lejos porque no soporto la duda, porque no soporto estar dividida en dos. Porque soy incapaz de recomponer(me), de encontrar las piezas que faltan del puzzle que una y otra vez volvía a empezar.
El cine de casi todas las semanas, o lo miércoles de manicomio con comida a domicilio. Y los revolcones de la playa que nunca te dejaba llevar a cabo. Partidas de cartas. Estrellas y abrazos. Marcas de biquini. Velas y McDonalds. El coche y los cristales empañados. Eso, eso muchísimo.

Así que aquí estoy, marchándome para quién sabe cuánto tiempo. Igual ni siquiera vuelvo a ser la misma de hace unos años. O de hace unos meses. Igual solo soy yo al cuadrado o al cubo. O elevado a un millón de pedacitos gélidos echando de menos átomos inalcanzables. Supernovas en el espacio que únicamente se encontraban en mi cabeza (o en mi pecho, que sube y baja vertiginosamente)

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