jueves, 17 de septiembre de 2009

Dolor instantáneo.


Y entonces lo vi.
Vi justo aquello que había estado obviando todo el tiempo. Aquello por lo que hubiese dado lo que fuera tan sólo para evitar presenciarlo.
Contemplé la imagen sin palabras, muda de dolor, falta de aliento para lograr reaccionar.
Noté como se me humedecían los ojos y los cerré rápido para que no existiese ninguna fuga de agua.
No estaba segura de sí alguien me miraba pero apreté los puños con tal fuerza que sentí las uñas clavarse en mis palmas, blancas del esfuerzo.
No dolía. No era eso lo que me dolía.
Mordiéndome la lengua conseguía luchar contra esas ganas locas de dejar resbalar dos gotas de agua salada por mis mejillas.
Me sentía impotente. Tonta y traicionada a un nivel inimaginable. Usada. Un juguete. Abandonada y desertada de lo que un día fue mío y que ahora se me escapa de las manos.
Pero seguía sin poder reaccionar y mis ojos no apartaban la mirada de allí.
Quería seguir mirando, saber que sucedería después, aunque me doliese. Tenía derecho a saberlo.
Noté como el nudo intentaba deshacerse y me escocía en la garganta. Picaba.
Y me dolían los pulmones. Y la sangre me circulaba lenta. Y el tiempo estaba detenido...
Ni siquiera escuchaba el sonido de la música procedente del bar que se encontraba a mi espalda o el ruido y las voces que emitía la gente que pasaba a mi lado. Ajena a mí. Ajena al terremoto que tenía dentro.
El mundo seguía, pero mi tiempo estaba detenido, congelando ese instante y captando cada gesto, cada dolorosa imagen. Mi retina grababa, como si fueran diapositivas.

Y no pude seguir mirando.
Me di cuenta de que no podía, que de nada servía y me distendí.
Aflojé mis puños y acto seguido mi cuerpo entero se debilitó de tal forma que tuve que apoyarme en la pared y sentir el frío de la baldosa en mi mejilla.
Suavicé mi expresión de dureza y angustia.
Y entonces caí en una especie de llanto sosegado.
Ese que hace que tu cuerpo tiemble y se estremezca sin moverte, en silencio. Y mi semblante se ensombreció.
Escondí todo aquello cómo pude. Bajo una máscara de pestañas y colorete tono tierra.
Y con la cabeza gacha asumí la derrota.
Lo que no sabía, pero si intuía, era que aquel dolor no cesaría.
Que aquella extraña sensación de inquietud y abatimiento no se aliviaría, nunca.

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