Lyla. La pequeña Lyla.
Lyla estaba cansada de ser Lyla.
No era la única que veía ese trozo, esa parte de cada persona que pasaba desapercibida a la mayoría de ojos humanos. No era la primera que lloraba hasta quedarse sin lágrimas, ni tampoco sería la última. Pero era de las muchas a las que le gustaba reir en buena compañía. Había vivido en sus propias carnes un nivel de hipocresía y cinismo tan grande que pensar en ello le hacía apretar los dedos de los pies en sus zapatos de pura rabia.
Había visto cómo le fallaban y cómo la veían caer sin inmutarse. Había comprobado que las personas buenas están hechas de sufrimiento y cicatrices y que las malas son malas porque quieren.
El dolor no es una excusa. Todos podemos decidir que queremos hacer, decir y ser.
O al menos casi todos nosotros.
Y en vez de agradecer poder tomar nuestras propias decisiones con total libertad, tendemos a quejarnos de dicha libertad. Nos excusamos y nos refugiamos en disculpa alegando que fue nuestro otro yo el que actuó. El yo malo y vengativo. Y ''yo'' sólo hay uno. Pero nadie se da cuenta.
Y por eso Lyla quería dejar de ser Lyla. Porque ya no era inocente y veía las cosas malas del mundo.
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